El clavadista del Chirre: Autores, Alumnos del taller de Lectoescritura de la Bibliotena Municipal de la Ilustre Municipalidad de Río Bueno.
Junto al fogón del rancho, mientras en el exterior la lluvia y el viento arreciaban, el vecino Carlos Moedenguer Habert, recordaba y narraba acontecimientos que le habían sucedido en su lejana juventud. Vivía solo, nunca se le conoció alguna novia ni tampoco hablaba de mujeres. Atizó las brasas con una vieja chueca, de esas que se usan para jugar al palín, enseguida sacó un cigarrillo de la cajetilla, lo encendió, carraspeó y siguió narrando su historia: “Allá por mis años mozos fui matarife de cerdos y cecinero de primera, por eso era muy solicitado en los fundos por personas influyentes”. Luego de aspirar el pucho dijo: “les voy a contar un cuento, ahora que el agua y el viento me lo traen a la memoria… Cierto día, mientras confeccionaba algunos embutidos en casa de unos adinerados, llegó un personaje que era una especie de reclutador de obreros. Lo escuché con atención y su propuesta me sedujo, ya que ese trabajo me podría dar una estabilidad laboral. Al poco rato ya estaba reclutado para servir como ayudante de alarife en la construcción de un puente ferroviario del ramal Crucero-Entre Lagos, el famoso puente Chirre, que se iba a convertir en el puente ferroviario en forma de arco más alto de Chile. Ante tan prometedor panorama, recorrí gran parte de Río Bueno comprando útiles de aseo, vituallas y una buena provisión de cigarrillos Favorita para llevarme a la faena. Y me incorporé a mi nuevo trabajo.
En una ocasión, en plena jornada laboral, mientras caminaba por la armazón de madera del futuro puente, perdí el equilibrio y caí al vacío desde más de cien metros de altura; en los segundos que duró mi vuelo hasta el fondo del cañadón, pasé revista a toda mi vida. Caí de espaldas en el agua. Pude caer mal y haberme destungado, pero me salvé. ¡Estoy vivo!, exclamé, ¡esta no la cuento dos veces! Me incorporé como pude; por suerte el río era poco profundo. El único daño que sufrí fue que el chaleco gillette se partió en dos debido al chancacazo que me pegué. Mis cigarrillos y fósforos no se alcanzaron a mojar. Encendí un pucho y salí caminando del río, como si nada”.
La lluvia continuaba arreciando, el Clavadista del Chirre atizó una vez más las brasas del fogón con la chueca carbonizada y encendió un nuevo cigarrillo, sin perder de vista a su expectante auditorio. A su modo y sin saberlo, había sido uno de los tantos héroes anónimos que pululan entre las sombras.
Cuando paso por el puente Chirre, indefectiblemente me acuerdo de Carlos, y cada 1 de noviembre deposito unas flores en su última morada.